jueves, 7 de mayo de 2015

CUENTO POR ENTREGAS… Parte 7 de 9


Ya extrañábamos a Ikur, y aquí está SÉPTIMA PARTE de nuestro "cuento por entregas".
Hoy el relato es largo y pasan muchas cosas. Tal vez demasiadas para que nuestro héroe pueda con ellas. Pero así son los trabajos heroicos: múltiples, difíciles, pero necesarios.
¿Cómo lo reescribiría hoy?... El ánima sería distinta y el anciano hablaría. Quizás el cangrejo sería menos "a lo Lewis Carroll"... pero, sin lugar a dudas todo lo sucedido volvería a suceder. ¡Y sí, probablemente en un planeta extraño o en un futuro distante... o en el interior de un paisaje urbano demencial!
Pero... ¡exacto!: éste es "aquel cuento", el de High Hopes de Pink Floyd y el de El hombre y sus símbolos de Carl C. Jung (que en esta ocasión, está más presente que nunca).
Adentrémonos, pues, en las muchas vicisitudes que hoy le esperan a Ikur.

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EL ÁNIMA Y EL HOMBRE DE LA RUEDA GIGANTE


(por: Teresa P. Mira de Echeverría)


[Estar encadenado, bajo cualquier tipo de cadenas, es algo literalmente terrible.
Estar encadenado por uno mismo, por propia responsabilidad, bajo propia mano —o como se quiera decir— es casi insoportable.
Y nótese que digo casi, porque esto es lo más común del mundo; me atrevería a decir que es inherente a la raza humana.]


7: La gran playa solitaria.

Ikur todavía buscaba quién era él. Y el hombre de la rueda gigante lo acompañaba mientras él mismo buscaba el resto de su monstruosa bicicleta. Y las dos búsquedas parecían inútiles.
Cuando hubo pasado un buen tiempo desde que entrasen al bosque de los ensueños maravillosos —luego de haber hablado de todo lo bueno y bello de la vida, y de haberse extasiado de tanta magnificencia—, un temblor sacudió la tierra.
El breve terremoto, inspirado por el segundo artículo de la Ley del Tiempo, se tragó el bosque entero con un estruendo descomunal. Tan sólo quedó una grieta, como una terrible cicatriz que hacía doler los ojos al verla.
"Dos jóvenes en la playa a la salida de la Luna" - Caspar David Friedrich
Ikur y el hombre de la rueda gigante se alejaron de la dolorosa grieta y caminaron un tiempo hasta encontrar la más bella y solitaria de las playas.
Tras las rocas azules, se extendía la playa blanca bañada por las aguas de un inconmensurable mar amarillo.
La playa rezumaba soledad bajo el plomizo cielo.
Ikur y el hombre de la rueda gigante, casi sin quererlo, como impulsados por la fuerza misma de la playa, separaron sus caminos y siguieron senderos divergentes.
Ikur, sin embargo, a poco de caminar se sentó sobre la arena para preguntarse a sí mismo quién era él: él que no era otra cosa y que, sin embargo, era; pero que, finalmente, podía no-ser...
El pensamiento en la contingencia de su existir lo llenó de congoja.
¿Por qué lloras? le preguntó un pequeño cangrejo rojo que estaba a su lado.
Ikur bajó la vista nublada y lo miró, el coralino fulgor del animalito lo contagió de alguna clase de alegría del color. Pero eso no bastó para que dejase de llorar.
Ikur, respondió:
Lloro porque soy y puedo no ser, porque podría no haber sido nunca, y porque nunca seré. Lloro porque voy a no ser.
El cangrejo ajustó sus redonditos lentes blancos, carraspeó y no pudo ocultar una comprensiva risita. Luego con tono amable, respondió:
Aún no has vivido, hijo, lo que debes vivir; eso es obvio rió un poco. Quiero decir, hemm, que aún ni siquiera has empezado a vivir. Hemm... Tú, yo, la playa y hasta el cielo pueden no ser, pero son. El problema es, ¿por qué? ¿Por qué son, si pudieron no ser? Hemm... los hemm... los hombres que visitaron estas playas respondieron muchas respuestas. Ellos dijeron muchas palabras y sintieron muchos sentidos... hemm... pero sólo uno, hemm... en sólo uno creo yo... Somos porque alguien quiere que seamos.
¿Quién? preguntó Ikur.
¡Ah!, eso aún lo busco. Pero me dijiste otros problemas... hemm... Dijiste que vas a no ser, y esa, hemm, esa es una gran verdad. Pero si pasas la vida pensando en que vas a no ser, ya no eres; dejas que la vida pase de largo. Después de todo, la vida se vive gastándola, no atesorándola. ¡Y mira que lo único que debes hacer es estirar la pinza para tomarla y ser feliz!
¿Y luego, qué?
Luego, hemm... luego, siempre hay luego ¡Siempre!
El pequeño cangrejo rojo se fue caminando hacia un costado, rápido, mientras saludaba muy cortésmente a Ikur.
Ikur se quedó pensando en la reflexión que el cangrejo había hecho.
La vida era, y eso es lo que importaba. No importaba si podía no haber sido, más bien debía estar agradecido de haber sido elegido para existir, cuando tantas posibilidades indicaban que no debía ser.
Él era casi un milagro. Había quebrado la ley de la probabilidad: siendo más probable que no fuese, sin embargo, era.
"Mujer frente al amanecer" - Caspar David Friedrich
Pero si él era entre tantos que no lo eran, su responsabilidad tenía el carácter de colosal.
Así que más que nunca debía saber con qué propósito había sido colocado en este mundo.
Estaba perdido en estos pensamientos cuando una bella visión lo hizo estremecer:
Una mujer vestida de vaporosa ropa color ocre, pálida y de cabellos negros, caminaba lánguida y casi en el aire por el borde exacto que dividía el agua de la arena.
Ikur se sintió impelido a seguirla. Ella lo miró con suaves ojos color aguamarina y continuó su camino.
Parecía un alma, un ánima, no un ser humano (sobre todo porque, efectivamente, no lo era).
La exigua procesión siguió el borde de la playa hasta que descubrió un árbol, un roble en medio del agua, sobre una pequeñísima isla. El ánima caminó sobre un puente de niebla que unía la playa con la ínsula.
Ikur dudó, pero finalmente cruzó él también por el puente gaseoso.
El roble se alzaba gigante y poderoso, sus amargos frutos estaban esparcidos por el piso formando una dura alfombra. Ikur quedó admirado de lo poderoso y portentoso que lucía aquel árbol: ese roble había cumplido su destino...
El ánima habló con dulce y apagada voz, sin siquiera mover sus labios. La voz parecía provenir no de ella sino del pecho del mismo Ikur. La voz decía:
No importa lo que otros quieren que seas, o lo que tú pretendes ser; necesitas entender lo eres. Necesitas ser un árbol que realiza su sentido siendo un árbol. Pero, a diferencia del árbol, tú debes querer hacerlo. Debes vencer los escollos, las piedras, el viento, el mal suelo, las sequías, la sal del mar que te rodea. Y debes hacerlo sin esperarlos, sino a medida que surjan. Como el árbol, nuestro propio y verdadero ser está destinado a crecer y ser útil. Pero no ser útil como banco, o barco, o madera de apoyo, sino como árbol que da belleza, que da sombra, que da abrigo; y sobre todo, que es. Ser, Ikur, es la más grande de las hazañas. Pero encontrar nuestro destino, es el milagro indispensable para ser.
El ánima se vaporizó en millones de micrónicas gotitas perladas que flotaron en el aire por un breve lapso y se posaron sobre Ikur como un rocío fresco de respuestas.
Ikur quedó quieto y anonadado, era tan simple y complejo lo que ahora sabía que le parecía imposible ponerlo en práctica.
Se sentó bajo el roble y apoyó la cabeza contra su tronco áspero y fuerte, y se durmió con el aroma de la madera viva en su nariz y su mente, y sobre todo en su corazón.
Finalmente lo despertó un fuerte olor a incienso.
Ikur miró a su alrededor, ahora se hallaba sobre una colina muy elevada. Hasta donde la vista podía abarcar, se extendía a su alrededor un mar de hierba dorada. Sobre el círculo de tierra desnuda en donde se hallaba, había un tótem grande tallado con la cabeza de varios animales.
A un costado del tótem había un hombre y, junto a él, un pequeño fuego. Era un anciano de cabellera larga formada por plumas negras en lugar de pelo, y que portaba una piel de lobo gris sobre los hombros. En anciano cantaba a media voz cantos rituales.
El hombre del tótem, el anciano, no lo vio ni le habló, simplemente lo ignoró.
Ikur estaba muy sorprendido y meditaba sobre esta visión cuando comenzó a nevar.
La nieve lo cubrió todo y se transformó en hielo.
"Dolmen en la nieve" - Caspar David Friedrich
El viejo, el tótem, todo quedó bajo la nieve, como envuelto en un manto blanco; sólo la fogata seguía brillando impertérrita.
Decidió que nada podía hacer allí y se fue caminando.
Caminó mucho, mucho tiempo por ese desierto blanco hasta que halló una huella: una línea en la nieve y un par de pies al lado.
Ikur siguió el rastro, se sentía como un lobo a la caza de su presa. Pensó en sí mismo como en un lobo y sobrevivió en aquella estepa helada muchos, muchos días.
Finalmente, Ikur encontró la causa de aquellas huellas: el hombre de la rueda gigante, su amigo, yacía junto a la rueda, exánime.
Ikur no pudo llorar aunque quiso, pero la pena que lo embargaba se transformó en lastimero aullido.
El hombre de la rueda gigante, su amigo, se había ido, ya no era, y había perdido todo su tiempo de ser junto a una estúpida rueda gigante.
Pronto la nieve se depositó sobre él, y el hombre de la rueda gigante y la rueda inservible fueron cubiertos por un piadoso manto de hielo.
Ikur sintió de cerca lo que era no ser, y lo que era ser, y una mezcla de miedo y rebeldía creció en su pecho.
Miró a su alrededor y no pudo ver más que ruinas cubiertas de nieve. Entonces se sintió perdido.



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