miércoles, 15 de abril de 2015

CUENTO POR ENTREGAS… Parte 4 de 9


CUARTA PARTE de las aventuras de Ikur, un "cuento por entregas".
Esta vez nos retrasamos una semana... e involuntariamente Ikur terminó demostrando que el camino vital siempre es extraño e imprevisible, pero que vale la pena.
¿Qué pasaría con éste nuevo capítulo si lo reescribiese hoy?... tal vez el miedo fuese exactamente el mismo, pero por suerte los "apoyos" en el camino serían infinitamente más.
Y seguro que no sería un camino en el bosque sino un viaje interplanetario, jeje.
Pero éste es "aquel cuento", así que High Hopes de Pink Floyd hoy se vuelve más imprescindible que nunca, así como El hombre y sus símbolos de Carl C. Jung
Adelante, pasen sin miedo...


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EL ÁNIMA Y EL HOMBRE DE LA RUEDA GIGANTE


(por: Teresa P. Mira de Echeverría)


[Estar encadenado, bajo cualquier tipo de cadenas, es algo literalmente terrible.
Estar encadenado por uno mismo, por propia responsabilidad, bajo propia mano —o como se quiera decir— es casi insoportable.
Y nótese que digo casi, porque esto es lo más común del mundo; me atrevería a decir que es inherente a la raza humana.]

4: La gran mentira... Las grandes expectativas...

Caminó así Ikur muchos, muchos años, solo y sin estarlo; sintiéndose solo, triste, pobre, ignorante, pequeño, vacío... y sin que nada de eso fuese verdad... pero sintiéndolo.
Sin título - Zdzislaw Beksinski
Y no es que sentir fuese malo —pocas cosas son tan buenas como sentir—; el problema radica en que hay que saber sentir. Pero no saberlo con la cabeza únicamente, sino saberlo así, así como se sienten las cosas que de verdad se sienten; no las que nos parece que sentimos, o las que nuestra mente pretende que sintamos para creer que somos dignos de lástima... porque, no sé si lo sabían, la lástima es el ácido más corrosivo de cuantos ha creado la Madre Naturaleza.
E Ikur bebía diariamente cantidades increíblemente grandes de ese corrosivo.
Como todo lo corroído, Ikur se había vuelto opaco y débil. Tan endeble era, que la más mínima insinuación se transformaba en fobia o paranoia. Según él mismo: él no servía para nada, no era nada, no tenía nada, nadie era su definición, y a nadie podía importarle más que como objeto de burla.
Lo más terrible es que Ikur ya no vivía en el mundo de sol y risas, sino que lentamente había entrado en un mundo que él mismo había construido regándolo con las corrosivas lágrimas que derramaba al sentir su clorhídrica lástima.
Ese mundo tenía siempre un cielo gris con árboles desmayados y pájaros feos que volaban riéndose de él. Ikur, hundido en su mundo surrealista, caía y caía, más y más, sin tener de donde asirse.
Siendo el constructor de su mundo del vacío y habiéndose autoproclamado el último de ese mundo, otorgó las riendas del carro en que viajaba a sus emociones y a nadie colocó para vigilarlas; y las emociones, que siempre son niñas, comenzaron a actuar sin freno ni propósito, a su total y entero capricho.
Ikur era ahora un hombre gris y opaco que destilaba agua salada y dejaba un mojado rastro tras de sí al caminar, un rastro sobre el que ningún pasto ni hierva podía ya volver a crecer.
Finalmente, llegó Ikur hasta una gran piedra rectangular que estaba tendida bajo un arco de ladrillos antiguos y derruidos; y allí se tendió, esperando, en un autosacrificio sin sentido.
Ikur yació tendido con los ojos cerrados, sobre el lecho de piedra, muchísimos segundos o siglos (nadie mide el tiempo cuando quiere sentirse triste). Tanto era el tiempo que había transcurrido, que había un velo de telas de araña a su alrededor y polvo y todo aquello que se deposita sobre los que, por pensar en su propia tristeza, se olvidan que están vivos.
La lluvia y el sol lo bañaron, los pájaros volaron sobre él; el milagro de los amaneceres rojos y malvas transcurrieron frente a sus ojos cerrados. Vinieron a pedirle ayuda, pero sus manos estaban cruzadas sobre su pecho. Vinieron a ofrecerle ayuda, pero sus oídos sólo oían sus propios ayes de dolor. Y pasó mucha vida de largo sin que Ikur la viviese.
En su pena, llegó al borde de no vivir ya más; pero el miedo de no-ser fue más fuerte que la pena. E Ikur, por miedo, se levantó de la piedra.
El problema de Ikur era que se había levantado por miedo, y sin saber que era por miedo.
Ikur sintió que le temía a algo, pero no pudo darse cuenta bien a qué.
Al principio le temía a no-ser. Luego, a ser.
Ser implicaba riesgo e Ikur creía que esos riesgos se cernían ante sí, no como pruebas sino como trampas.
El mundo de Ikur ya no era surrealista, era tenebroso.
Cada árbol lo llenaba de pánico, con solo creer que podía ser una amenaza para él.
Cada sombra podría cobrar vida si él lo pensaba, o le temía.
Cada paso era un tormento para su alma aterrada. Daba gracias por cada tranco que daba, no como quien agradece un regalo, sino como quien obtiene la conmutación de la pena capital.
Sin título - Zdzislaw Beksinski
Y el fantasma del miedo creció y creció, e Ikur llegó a temerle a todo, incluso se temía a sí mismo.
Solo, aterrado, creyendo ser malo y sin serlo, buscando una salida dentro de un círculo, Ikur pronto se halló en medio de un laberinto por el que vagaba suelto un fantasma (y el fantasma de hallarlo).
Así corrió Ikur con el alma en un hilo, al borde siempre del desmayo, huyendo de lo que no se puede huir.
Pero las situaciones insostenibles tienen esa ventaja: suelen no sostenerse a sí mismas. Y caen finalmente cuando están maduras y listas, o cuando están irremediablemente podridas.
Así que, cuando el miedo de Ikur maduró, era tan grande y fuerte que no pudo más que caer frente a él.
Y el miedo era blanco y vaporoso, y su visión paralizó por un segundo el corazón de Ikur. Sus labios no pronunciaron palabra alguna, se quedó petrificado y cerró los ojos.
El fantasma blanco, grande y vaporoso, tenía la vaga figura de un humano flotando sin rasgos definidos, y crecía y crecía, más y más.
Finamente, Ikur abrió los ojos y miró de frente a aquel terrible espectro.
Blanco y gaseoso, pensó que nada podría hacerle a él, y lo miró más detenidamente.
Cuanto más lo miraba más difuso se volvía.
Ikur tuvo que acercársele para verlo mejor y, al hacerlo, la terrible amenaza se deshizo como un algodón de azúcar en contacto con el agua.
Ikur se sintió feliz y sonrió. También se sintió tonto. Finalmente se sintió libre.
Si no era cierto su miedo, aún no había resuelto, sin embargo, la cuestión de su ser.
¿Quién era él? No podía no ser nadie, eso era obvio.
Se sentó entonces Ikur a la orilla de un barranco, con los pies balanceándose en el vacío, y se quedó mirando a lo lejos, como quien espera un tren con buenas nuevas en un sitio donde no hay vías.
Detrás de sí escuchó entonces una voz:
¾¡No se puede estar a la vera del camino, amigo! ¡Nadie puede detenerse aquí!
Ikur volteó para ver quién era el dueño de esa voz y esa advertencia.
Al hacerlo, vio a un hombre joven vestido de ciclista: su ropa ceñida y de brillantes colores, su piel bronceada y su sonrisa prefabricada contrastaban con el polvoriento beige de las ropas de Ikur y con su terrible palidez.
El ciclista, sin embargo, no tenía una bicicleta sino una única y enormísima rueda de bicicleta.
El hombre que empujaba la rueda gigante volvió a advertirle:
¾Es cierto amigo, nadie puede dejar de correr aquí. Detenerse es involucionar. Parar es retroceder. No correr lo suficientemente a prisa, perecer.
Ikur, desolado como estaba, sin rumbo ni timón, oyó su voz y se abrazó a ella como a una tabla de salvación, y la obedeció.
¾Si quieres ¾dijo el hombre de la rueda gigante¾ puedes venir conmigo. Pero te advierto: si te retrasas, te dejo donde sea. Yo no espero a nadie.
Ikur asintió y así comenzó a caminar junto al hombre de la rueda gigante. Caminaron y caminaron, Ikur sin pensar y el hombre empujando su rueda.
Cuando atravesaban por un desierto, Ikur comenzó a ayudar al hombre a empujar su enorme rueda, porque veía que éste estaba agotado.
Pero luego de unas horas, intrigado, preguntó:
¾¿Qué es esto que estamos empujando?
¾Una rueda de bicicleta.
¾¿Y cómo es que tienes tú una rueda de bicicleta tan grande?
El hombre miró a Ikur un largo rato con cara de nada y luego le respondió:
¾Hace ya un tiempo, yo era un ciclista. No un gran ciclista, pero tampoco mediocre. En efecto, yo era un ciclista y, por supuesto, tenía una bicicleta y un sueño.
¾“Una bicicleta y un sueño” ¾repitió Ikur.
Rueda de bicicleta - Marcel Duchamp
¾Viajaba yo con mi bicicleta, y a veces ganaba alguna competencia menor, mientras soñaba con ganar el Grand Tour.
»Pero un día vi esta enorme rueda de bicicleta a un costado del camino y pensé: ¡Si así de grande es la rueda, imagínate lo que será la bicicleta! De modo que dejé mi vieja y pequeña bicicleta, y comencé a empujar esta rueda, camino atrás, para ver dónde estaba el resto de la bicicleta.
Ikur se quedó pensando y se dio cuenta de que no sabía para qué servía una bicicleta.
¾Perdóname, pero debo saber algo: ¿Para qué sirve una bicicleta? ¾preguntó.
¾Una bicicleta sirve para viajar por más tiempo y recorrer más distancia, sin realizar tanto esfuerzo físico como insumiría el hacer la misma distancia caminando ¾fue la respuesta del hombre de la rueda gigante.
¾Pero, entonces ¾acotó Ikur¾, ¿por qué tienes que empujar tú a ésta?
¾Porque ésta no es una bicicleta, sino solo una parte de ella, una rueda. Verás, esto es una bicicleta ¾dijo el hombre, y se detuvo, y con un dedo dibujó en el suelo polvoriento del desierto una bicicleta y un hombre sobre ella¾ ¿Ves?, así es una bicicleta.
¾¿Y cómo podrás montar una bicicleta tan grande como la que quieres? Jamás llegarás a los pedales; y tendrías que empujarla igual que a esta rueda. Y entonces, ¿cómo ganarías el Grand Tour?
El hombre de la rueda gigante sonrió y respondió:
¾Eso no importa, lo que importa es que será más grande que cualquier otra bicicleta y todos me admirarán. Además, no podemos perder más tiempo aquí charlando, el tiempo es oro.
¾“El tiempo es oro” ¾repitió Ikur.
Lástima que no supiese lo que era el oro.



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